El amor es uno de los principales motores del mundo. Sobre él se construyen gran parte de las relaciones personales y de los afectos familiares. Además, tiene una gran importancia en la relación con uno mismo, pues convierte la vida en una fuente de placer. El filósofo danés Soeren Kierkegaard decía sobre el amor que era una oportunidad inesperada para escaparse de la mediocridad. El psicólogo italiano, Francesco Alberoni, lo comparaba con un movimiento revolucionario. Sigmund Freud, por su parte, aseguraba que nuestra salud psicológica depende del amor que sentimos hacia los demás. Sin embargo, no es raro que en ocasiones se hable del amor en tono despectivo, como cuando se dice, por ejemplo, que nos vuelve estúpidos. Este tipo de afirmaciones se deben a la confusión entre el enamoramiento (un estado de ensimismamiento en el que se reviste al otro de las cualidades que convienen a nuestros deseos inconscientes) con el amor.A este último sólo se llega después de un desarrollo personal que ha permitido organizar una subjetividad firme, que reconoce al otro como un ser diferente. No todo el mundo puede amar. Quien lo hace se ha atrevido a vivir un grado de libertad personal que no le asusta. Reconoce que el otro le puede dar lo que él no tiene y lo hace porque antes ha podido aceptar sus deseos, pero, sobre todo, sus carencias. El que ama puede recibir porque sabe lo que no tiene y lo que desea del otro, y al mismo tiempo puede dar porque reconoce lo que le piden y lo ofrece. ¿Hay algo más inteligente que querernos como somos y no atacarnos allí donde más débiles nos sentimos?El amor muestra que somos inteligentes allí donde es más difícil serlo: en el terreno emocional. La inteligencia tiene que ver con la razón y con el intento de dominar los afectos que vienen de nuestro inconsciente. Pone palabras a los sentimientos y nos ayuda a entender quiénes somos, qué sentimos y a quién queremos. Pero si nuestro mundo emocional arrastra una historia de conflictos que no han sido elaborados, la inteligencia se puede usar para negar lo que se siente, para reprimirlo, para adormecer afectos que no queremos reconocer. Se utiliza entonces como un muro de contención contra lo que se siente, lo que a su vez provoca un alejamiento del otro, con el que se evitará un contacto cercano por miedo a que la intimidad que se produce en el encuentro amoroso destape su mundo emocional y aparezca lo que se vive como incontrolable. Cuando amamos, nos sentimos vivos, sólo si hemos sido capaces de dejar de tener miedo a nuestro interior.Después de unos años de psicoterapia, Inés había comprendido que la ambivalencia que de niña sentía hacia su madre guardaba relación con las dificultades que ahora tenía con su pareja. Estaba a punto de separarse cuando acudió a tratamiento y allí descubrió que había elegido a su novio porque era muy protector. Aunque esto era lo que siempre había querido, ahora le agobiaba esa característica. Con su madre se había sentido muy desamparada y su padre había sido incapaz de apoyarla. Cuando Inés resolvió la rabia que sentía hacia sus padres por su falta de apoyo, y pudo perdonarles al comprender sus dificultades psicológicas, dejó de desplazar esa rabia hacia su marido y puedo comenzar a recibir lo que él le daba, que era, por otra parte, la protección que ella siempre había deseado.Cuando su inteligencia emocional le hizo comprender que su deseo de ser cuidada era lo que buscaba en su pareja, todo empezó a ordenarse como un puzzle. Inés comenzó a disfrutar de los rasgos protectores de su marido cuando reconoció que cubría sus deseos, anhelos que antes negaba porque le hacían parecerse a su madre en aquello que no quería. Pensaba que la incapacidad para cuidarla se debía a que era muy infantil porque necesitaba el apoyo de los otros. Inés se equivocaba. La madurez y la inteligencia emocional no equivalen a no depender afectivamente de los otros, sino a reconocer nuestros deseos, pues ello implica que obtendremos placer al realizarlos.