Todos llegamos cansados a las vacaciones: los jóvenes porque, además de los nervios provocados por los exámenes, llevan meses estudiando, y los mayores porque hemos trabajado durante todo el invierno. Cada miembro de la familia empieza el verano con algo de estrés, del que conviene liberarse, para beneficio de todos. Las vacaciones nos sitúan frente a nosotros mismos, con tiempo por delante para practicar lo que más nos gusta, pero también con la posibilidad de relacionarnos de otro modo con nosotros y con quienes nos rodean. Sometidos a las presiones del trabajo, de la familia y de la educación de los hijos, quizá hemos tenido a lo largo del resto del año poco tiempo para pensar en nosotras. Por eso, las vacaciones son perfectas para alcanzar este objetivo, aunque no siempre se consigue.Hay personas a las que les cuesta relajarse, porque al hacerlo aparecen algunas preguntas incómodas: ¿soy feliz con mi familia? ¿Estoy cansada de ellos? ¿Me he quedado sin tiempo para mí? Las tensiones familiares pueden aumentar en vacaciones si llevamos en la maleta conflictos emocionales a los que no nos hemos enfrentado durante el invierno. Sola en casa, Maite pensaba que no estaba segura de ser una buena madre, creía que agobiaba un poco a sus hijos, de ocho y 10 años, con la idea de que ellos nunca sintieran el desamparo que ella sufrió en su infancia. Tampoco estaba segura de que su relación de pareja estuviera bien, pues se sentía sola y a ella tampoco le apetecía acompañarle. En cuanto a sus padres, nunca habían funcionado como unos abuelos a los que dejar a los nietos unos días; más bien le daban trabajo.Maite decidió este año hacer algo especial. Estaba agotada y había organizado un plan diferente: irse una semana con su marido, antes de que los niños acabaran el campamento. Ninguno era capaz de decirse que tenían ganas de descansar de los hijos, los padres y los suegros. Se sentían algo culpables de desear estar solos. Sin embargo, lo hicieron y, cuando acabaron la semana, la relación de pareja estaba mucho mejor que antes, lo que les ayudó a disfrutar más el resto de las vacaciones con los niños. Tuvieron tiempo para hablar y ambos se sintieron cuidados por el otro, como antes de tener a los niños. La relación de pareja había quedado enterrada bajo sus funciones, sobre todo las de padre y madre. Sin contar que el trabajo se llevaba muchas horas. Hicieron cosas sencillas, que quizá son las más difíciles de llevar a cabo en la vida cotidiana. Se relajaron, leyeron, pasearon, compartieron comidas, hablaron… Al amor, como a todo, hay que dedicarle tiempo.Ambos se escucharon y a Maite se le deshizo el nudo que tenía por pensar que su marido no la prestaba atención y que sólo tenía energías para su trabajo y sus hijos. Pero en estos días se había dado cuenta de que ella tampoco tenía tiempo para él. Pusieron las cartas sobre la mesa, pero en lugar de hacerse reproches se dieron cuenta de que tenían muchas cosas que agradecerse mutuamente y que compartir. Esta transformación se hizo posible al reducir la exigencia de quedar bien en todos los papeles que desarrollaban en la vida cotidiana.