En los siglos XVI y XVII, España se vio envuelta en una terrible guerra en los Países Bajos en la que se jugó la mayor parte de su poderío económico, político y militar. Una guerra larga, demasiado larga, que se tragó incontables recursos y ejércitos enteros, y que nos parece sin sentido si se pierde de vista el contexto europeo de ese tiempo, y el papel de gran potencia que desempeñaba la Monarquía Católica de los Habsburgo.
La revuelta holandesa duró más tiempo que cualquier otro levantamiento en la historia europea. Se prolongó desde que los protestantes desataron en 1556 su furia iconoclasta, con incendios y saqueos de iglesias y conventos, hasta la paz de Westfalia, en 1648. Sus costos económicos, sociales y militares arruinaron a España y cambiaron la suerte del Viejo Continente.Sería un error considerar la guerra de Flandes como el enfrentamiento entre David y el Goliat de la poderosa Monarquía hispana. Los rebeldes no estaban, ni mucho menos, solos ni desprotegidos. En realidad, era el combate de España, ayudada a veces por Austria, contra toda la Europa protestante más Francia y en ocasiones Saboya. Eso sin contar al Imperio Turco, que desde el sur de Europa y el Mediterráneo convertía el tránsito por ese mar en un peligro constante.El problema principal al que se enfrentaba España era hacer llegar sus aguerridos tercios a Flandes, toda vez que la vía marítima por el Golfo de Vizcaya y el Canal de La Mancha estaba casi siempre descartada por las acciones corsarias de los hugonotes, la enemistad de Inglaterra y las correrías de los «mendigos del mar» y la flota holandesa. Pero si los soldados no podían ir por mar hasta Flandes, deberían hacerlo por tierra, atravesando Europa de sur a norte desde España o los dominios de Nápoles y Sicilia.Lo que se conoce como Camino Español es en realidad un haz de itinerarios ramificados, un conjunto de vías que integran tres grandes rutas por las que discurrían los derroteros de las tropas. Cualquiera de estas rutas empezaba en Milán, la mayor plaza de Armas de Europa, una vez desembarcados en Génova y otros puertos de Liguria los soldados que habían embarcado en Barcelona, Valencia, Denia o Cartagena. La primera de ellas cruzaba Europa desde Lombardía hasta las brumosas tierras de Flandes pasando por el Milanesado, Saboya-Piamonte, el Franco-Condado borgoñón, Alsacia, Lorena, Thionville, Luxemburgo y el obispado-principado de Lieja, hasta alcanzar la ciudad-fortaleza de Namur y Bruselas, sede del gobierno español de los Países Bajos.Esa era la ruta principal, pero cuando los franceses la cortaron fue necesario recurrir a dos itinerarios alternativos. Uno de estos, bordeando la ribera oeste del lago de Como, se internaba en el valle de la Valtelina siguiendo el curso del río Adda, por las regiones alpinas de Sondrio, Tirano, el Tirol y el sur de Alemania. Luego atravesaba el Rin cerca de Estrasburgo y retomaba la ruta principal en Alsacia. Aún existió una tercera ruta, poco utilizada, que ?contando con la buena voluntad y dinero suficiente para pagar a los cantones católicos? se adentraba en Suiza por Belinzona o el desfiladero del Simplón, y desde allí seguía por Baden y el San Gotardo hasta cruzar el Rin en Waldshut.Para el viajero que hoy quiera recorrer el itinerario principal del Camino, lo indicado sería iniciar el periplo en Milán, donde resulta imprescindible la visita detenida a su castillo-fortaleza, testimonio de la presencia hispana en Lombardía. Luego, puede pasar por Turín ( ciudad que ofrece mucho más de lo que a primera vista parece) y seguir hasta Ivrea, una localidad de aire claustral y sosegado, con fantástica panorámica al pie de los Alpes, en la que existe todavía una calle con el nombre de Via Castiglia, por la que pasaban los tercios. Después, recomendaría el cruce de los Alpes por el paso del Pequeño San Bernardo, entre laderas de un verde radiante y macizos rocosos de nieves perpetuas.El descenso, por los valles de la Alta Saboya, deja siempre asombrado al viajero por la belleza depurada y transparente de sus pueblos, bosques y campos cultivados. Y desde allí, uno de los trayectos más recomendables es el que pasa junto a Ginebra, por el puente Grassin, sobre un Ródano de aguas profundas que todavía no ha adquirido anchura. Un poco más hacia el norte, el Camino se abre al Franco-Condado, territorio feraz, entrecruzado de ríos y arroyos, cuya vieja capital Dôle conserva ecos toledanos. De la actual, Besançon, hay mucho que ver, en especial su magnífica fortaleza diseñada por Vauban. Tras cruzar la masa forestal del Jura y los Vosgos, los viñedos y castillos de Alsacia, junto al padre Rin, se abren como una tierra pródiga en la que el viajero deberá superar la tentación de demorar la marcha. Al poco, aguarda Lorena, con el recinto amurallado de Toul y la bien defendida Metz, que guarda la joya del límpido gótico de su catedral. Cerca está ya Thionville, el cerrojo de Flandes; y Luxemburgo, puro urbanismo de fortificación severa y calles silenciosas, antes de entrar en Bélgica y contemplar Namur desde la gran ciudadela donde murió Juan de Austria, para seguir hasta Bruselas, capital de Flandes y punto final de un Camino que esconde muchas sorpresas a quienes busquen recorrerlo con el corazón abierto al pasado.Ninguna de estas tres rutas era un camino de rosas. Había que cruzar los Alpes por varios sitios, atravesar grandes ríos, bosques profundos, desfiladeros y glaciares; caminar por senderos de difícil acceso y coronar cumbres y ventisqueros. Todo a pie, aunque los bagajes solían ir en carromatos o a lomos de acémila. Se trataba de recorridos peligrosos, que aun ahora resultan complicados de hacer, y muchos soldados perecían en el intento. Sin contar las deserciones de quienes, asustados por las penalidades de la marcha, simplemente desaparecían. Los soldados tenían que dormir muchas veces al raso o en campamentos improvisados, con las armas al alcance de la mano. Lo increíble, dado tal cúmulo de dificultades, es que la ruta principal del Camino permaneciera abierta hasta 1622, año en el que el duque de Saboya negoció con Francia un tratado contra España; y que aún hubiera corredores militares aprovechables en 1633, cuando el rey francés Luis XIII ocupó Lorena y asestó el golpe definitivo. No es de extrañar que el historiador Geoffrey Parker, el mayor estudioso del Camino, haya calificado de «milagro» el que pudieran llegar soldados españoles por tierra a los Países Bajos.La primera expedición que utilizó militarmente el Camino fue la del duque de Alba en 1566, cuando acudió a reprimir la insurrección de los protestantes flamencos, lo que inició una guerra que duraría casi 80 años. La idea primera surgió del cardenal Granvela, consejero político de Felipe II originario del Franco-Condado, al recibir en 1563 instrucciones para preparar el itinerario más cómodo y seguro del viaje que pensaba hacer el monarca a los territorios flamencos. Un viaje que, por mala fortuna, nunca se produjo, y que pudo haber prevenido, o al menos aliviado, muchas de las desgracias que ocurrieron luego. Granvela pensó entonces en hacer pasar al rey desde Génova a Flandes por territorios aliados o bajo su férula, ya que Felipe II era duque de Milán y príncipe soberano del Franco-Condado, además de protector de Génova y aliado y yerno del duque de Saboya.El recuerdo del Camino Español, la mayor hazaña militar en el plano logístico de la Edad Moderna, se ha ido perdiendo en una Europa surcada de autopistas, viaductos, túneles gigantescos y ciudades humeantes o reconstruidas. Franceses, suizos e italianos no han tenido mayor interés en rescatar del olvido los rastros de una epopeya que les resulta ajena. En cuanto a España, con nuestra proverbial abulia histórica, tampoco ha hecho nada por mantener viva la memoria del paso de unos soldados que acudieron a combatir, y con frecuencia morir, bajo sus banderas. Solo el pueblo llano ha seguido evocando fielmente aquella dura gesta en forma de sentencia trasmitida de generación en generación: «Más difícil que poner una pica en Flandes». Ellos, los soldados, sí sabían porqué.