Cantabria, tierra de mar

Cantabria, tierra de mar

Los faros han sido desde antiguo el dedo índice de Dios, la extremidad luminosa que señalaba el camino a los marinos en medio de la tormenta. Quizá por eso, no existan en toda la costa construcciones que inspiren más respeto ni abran la imaginación a mayores fantasías. No es sólo su verticalidad rotunda que apunta hacia el cielo. Ni la omnipresencia de su lámpara, que resume la frialdad y orfandad de todos los mares. Es, sobre todo, la certeza de que en algún momento de su pasado han rebotado sobre sus circulares muros esperanzas, instantes de gloria o tragedias horribles las que convierten a estas torres, solitarias por definición, en una leyenda de piedra y luz. En el altar de los náufragos. Para asomarse a ese esplendoroso legado, Cantabria, jalonada por faros emblemáticos, permite al visitante un bello recorrido desde Castro Urdiales hasta Cabo Mayor, o aun más lejos, Suances, con el ánimo de adentrarse en la historia marítima del Cantábrico.«Aunque los faros continuarán existiendo, junto con otras ayudas a la navegación más sofisticadas, estoy convencido de que nuestros sucesores ya no seguirán considerándose fareros; es decir, que realmente está usted entrevistando a los últimos fareros». Estas palabras pertenecen a Enrique Luzuriaga Martín que es, en efecto, uno de los últimos cuatro técnicos de señales marítimas de Cantabria que todavía viven ?y deben vivir? en un faro. A la mayoría de sus compañeros ya les han desalojado las nuevas tecnologías, que hacen innecesaria la presencia permanente de un ser humano en las torres, aunque por esas paradojas que suceden al cruzarse el pasado y el futuro, la mayoría de ellas conservan las sirenas de alarma que despertaban a los vigilantes cuando ocurría un percance de madrugada.Entre Luzuriaga y el primer individuo que encendió de modo profesional la lámpara de un faro en España median 153 años y un cambio radical en los métodos. Pero el sentimiento es semejante. Aquéllos debían limpiar los cristales de las manchas dejadas por el humo la noche anterior, encender la lámpara de petróleo y dar cuerda al remonte de peso encargado de la rotación de la lente. Todo un ritual «bien diferente a manejar un osciloscopio o a configurar bases de datos informatizadas para la gestión de mantenimiento, como hacemos ahora. Sin embargo, yo sigo considerándome compañero de aquellos torreros», subraya el técnico de Cabo Mayor, en Santander.Como la mayoría de las personas ligadas a la mar, Luzuriaga es un poeta; en su caso, varado al borde de un acantilado. Decidió presentarse a la oposición sin tener «ni idea» de cómo funcionaba un faro. Sólo sabía que se vivía dentro de uno y eso era suficiente. «Se trataba de algo poco convencional. También sentí siempre predilección por los pistoleros zurdos». «No obstante ?agrega con orgullo?, hay una característica especial en este trabajo de la que carecen otros empleos y que quizá dependa mucho de su especial olor; siempre el mismo en todos los faros. Se trata de que no cuesta nada, apenas unos segundos y un pequeño esfuerzo de concentración, revivir la sensación que te produjo la primera vez que entraste en uno a trabajar».La reina Isabel II fundó en 1851 el legendario Cuerpo Oficial de Torreros de Faros mediante un reglamento aprobado el 21 de mayo que establecía la primera escuela profesional en La Coruña. Seis años antes, su gobierno había desarrollado el primer Plan de Alumbrado Marítimo, responsable de la construcción de un centenar de torres en el litoral español, apenas alumbrado hasta entonces por 54 lámparas. La mayoría de estas nuevas construcciones permanecen todavía en activo y sus lentes sólo dejaron de funcionar durante la Guerra Civil. En el caso del faro del Pescador, en Santoña, otra catástrofe, en este caso no humana, causó también su apagado en la madrugada del 23 de febrero de 1915: un ciclón que arrasó el litoral y llevó a piqué a muchas embarcaciones.El 23 de febrero es, ateniéndose a la historia, un mal día para los faros. Relatan Marian Serén y Jesús de Castro en ?Puertos de Cantabria? que tal fecha de 1982, un rayo reventó los cristales de la linterna de Cabo Mayor y destrozó su maquinaria. Durante toda la madrugada, los torreros tuvieron que girar manualmente la lámpara y cronometrar con sus relojes la frecuencia de los destellos. Todavía hoy bajan los relámpagos por este edificio, pero no causan tantos estragos. «El trabajo de nuestros predecesores era más presencial, de esfuerzo físico, de vigilancia activa, mientras que el nuestro es más parecido al de un técnico de mantenimiento de sistemas electrónicos. Sin embargo, perviven algunos elementos peculiares del antiguo oficio y una vinculación personal con las señales que atendemos», matiza Carlos Calvo, farero de la red portuaria cántabra que descubrió su vocación por «la afinidad de las condiciones tradicionalmente asociadas a este empleo ?cierta soledad o la proximidad del mar?, con la necesidad de reflexión y contemplación de mi carácter».Pues sí, como Luzuriaga, o como Carlos Calvo, sólo es necesario contemplar y concentrarse para imaginar a los fareros empapados por el temporal girando a pulso el fanal sin cristales de Cabo Mayor. O sólo cinco años antes, la desolación inmensa del torrero de San Vicente de la Barquera al descubrir en la playa los cadáveres de varios marinos del buque ?Lasarte?, estrellado la noche anterior contra la costa de Prellezo.La historia de estas construcciones no puede separarse de los náufragos. La dramática siembra que el mar ha practicado en las costas durante siglos ha dado lugar a decenas de leyendas. Una de ellas afirma que las sirenas de los faros son el grito de todos los ahogados en su afán de alejar a los barcos de la costa durante las noches de niebla. El de Ajo se edificó tras una serie de náufragios. Cabo Mayor, el más antiguo de Cantabria, cuajado de referencias masónicas, se levantó sobre las cenizas de las hogueras que los santanderinos encendían en 1776 para señalizar la entrada al puerto. Su edificación costó 460.000 reales, cuenta Marian Serén, que fueron sufragados con un impuesto a los barcos que recalaban en los muelles. Entró en marcha en 1839 y fueron necesarios más de un siglo y varias tragedias en días de niebla para instalar la sirena. Quizá la leyenda sea cierta.También hay faros que Dios y el Cantábrico parecen haber situado con cierto capricho, como si los hubieran soltado de entre los dedos para dejarlos en manos del viento del noroeste . El de Castro Urdiales se posó sobre una de las cuatro torres del castillo de Santa Ana ?una imponente fortaleza de origen presumiblemente templario? y su maquinaria quedó anclada en la capilla para que los ángeles no dejaran de hacerla girar.Luego están los de El Caballo (Santoña) y la isla de Mouro (Santander), que cayeron sobre esos territorios agrestes de los mares que son los acantilados y los islotes. Sus condiciones eran tan duras que los inquilinos quedaban aislados durante semanas en invierno. Para llegar al primero era preciso descender casi 700 peldaños, irregularmente esculpidos en un farallón. El segundo se automatizó hace bastantes décadas, a raíz de que uno de sus responsables fuera arrastrado por el oleaje en medio de un temporal.Y a este lugar han tenido los torreros de Santander que acudir con frecuencia para reparar los desperfectos de otras tormentas. «Consecuentemente nos las hemos visto con olas, ¿cómo diría yo?, muy, muy grandes. Ahora tiendo a ver la mar como un medio muy peligroso y a los marinos como una casta muy especial», ensalza Luzuriaga, quien, pese a los riesgos de un Cantábrico crepitante, siempre se decantó por pertenecer a la casta de los fareros del norte.«Los técnicos se han dividido tradicionalmente en dos grupos; aquéllos que prefieren como destino el Mediterráneo y el buen tiempo, y el de los que se inclinan por este Cantábrico bravío» que Carlos Calvo termina de definir bellamente: «Es una criatura viva y sorprendente; nunca tiene la misma luz ni el mismo arrullo, que a veces es atronador mientras otras enmudece y te parece ausente».

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