Decadente, lánguida y cautivadora, así es la Lisboa que cada día amanece entre las notas de una nostálgica guitarra de doce cuerdas. La ciudad parece una dama del siglo XIX recostada sobre una aterciopelada ?chaiselongue? que, con un pañuelo de seda y encajes sujeto por la punta los dedos, se alivia el sofoco de una extraña añoranza.La Alfama, el Bairro Alto y el Chiado siguen pareciendo intrincadas medinas en las que un anticuario haciendo esquina es un punto de referencia imprescindible y una pequeña taberna de obreros en la que ofrecen bacalao con nata se antoja el culmen de una larga búsqueda sin objetivos definidos.Y en cuanto a las plazas: Restauradores, Rossio (o Pedro IV), Figueira y Comercio. Por las brillantes calzadas adoquinadas que alfombran el centro urbano de mosaicos en blanco y negro se llega a todas ellas.Las balconadas de hierro forjado, las paredes de algunos edificios pintadas con tonalidades deslumbrantes y la ropa tendida como velas al viento. Paisaje vivo y multicolor.