María se siente culpable por haber pegado unos azotes a su hijo Javier, que se ha ido llorando. A los cinco minutos se encuentra tan mal que se acerca a la habitación del niño y le pide que abra la puerta. Cuando logra entrar, le abraza para consolarle, le dice que no vuelva a portarse así y le pide que deje de llorar. ¿Sirven para algo unos azotes? ¿Por qué se siente culpable María? Cuando es merecido, pone fin a un sentimiento de culpabilidad que el niño siente por haberse puesto insoportable. Pero no es ningún método educativo, porque también puede humillarlo y hacerle daño.El azote detiene en seco al niño, pero es una lástima que no se le haya podido poner límites antes y de un modo menos violento. Así pues, sirven para pararles y para que comprendan que no deben hacer algo, pero también muestran el descontrol de los padres, que no han sabido hacerse entender de otra forma. Dar un azote no es una forma de comunicación, sino la reacción última cuando lo han intentado todo. Es peligroso recurrir a ella como una forma de comunicación más. Nuestros hijos imitan nuestros comportamientos porque nos quieren y están convencidos de que tenemos motivos para hacer lo que hacemos. Si creemos que las bofetadas sirven para educar, estaremos poniendo los cimientos de una personalidad violenta.María se siente culpable porque es consciente de que su descontrol ha sido excesivo. Sufre por repetir el modelo en el que fue educada. Su padre, hombre de pocas palabras, tenía la mano larga y con frecuencia le soltaba un azote. Ella siempre intentó disculpar este rasgo pensando que lo hacía por su bien. Sin embargo, también tenía la idea de que en muchas ocasiones era injusto con ella. Lo que más le dolía era verle tan descontrolado. María hubiera preferido más palabras y menos azotes. La culpabilidad en el adulto siempre aparece cuando reconoce que ha perdido el control de la situación. Se da una azotaina porque se está fuera de sí, porque no se ha sido capaz de reconducir lo que estaba ocurriendo antes. Cuando se impone una corrección bien controlada y en el momento oportuno, no se tiene culpa por haberlo hecho. Más tranquilo o más violento, un azote nunca se da ni se recibe con alegría, ya que rubrica un fracaso de la relación entre el adulto y el niño. La ruptura del diálogo con el paso de la palabra al acto marca un límite para el niño y también para el adulto.Sería conveniente que los padres que se culpan excesivamente por haber dado un azote se responsabilizaran de sus actos y de su propia infancia. Investigar la relación que tienen con sus padres les hará bien y les ayudará a encontrar recursos educativos que les acerquen más a sus hijos. Estos padres, que desean una educación basada en el respeto mutuo, deben saber que el golpe, si bien es la señal de que el adulto ha llegado al límite y no se sabe dominar, también demuestra al niño que constituye un intento de ocuparse de él y de "enseñarle" lo que debe o no debe hacer. Esto es, con todo, menos malo que la indiferencia ante las actitudes problemáticas de un hijo.La bofetada no es un buen cimiento si lo que pretendemos es ayudar a un niño a tener una personalidad dialogante, basada en el respeto a los demás. Los azotes, o cualquier otro tipo de agresión física, bajan la autoestima e incitan a actitudes violentas. Los niños son nuestros grandes imitadores y repetirán a lo largo de su vida lo que hayan vivido. Lo hacen porque interpretan mal los golpes, puesto que, para no sentirse poco queridos, acaban creyendo lo que oyen, es decir, que sus padres se los dan para que aprendan a comportarse. Como decía un refrán, afortunadamente en desuso, "quien bien te quiere te hará llorar".